Prólogo a Los dilemas del profesor Heyman (La Moderna, 2017) de Nicolás Paz Alcalde.
Escribir acerca de la Shoá plantea dilemas desde la concepción misma de la idea: ¿es lícito apropiarse de una realidad tan trágica e intransferible para ubicar una ficción literaria?, ¿cuáles son los límites estéticos y morales para la representación de dicha obra?, ¿puede ficcionarse la realidad o solo los supervivientes tienen legitimidad para hablar sobre la tragedia?
No tengo respuestas definitivas ni a estas cuestiones ni a ninguno de los dilemas morales que nos plantea la Shoá como seres humanos pero, al igual que un personaje más de este drama desafortunadamente real, tomo la decisión de escribir sobre la Shoá, desde la Shoá y a pesar de la Shoá. Porque escribir sobre lo que sucedió es escribir contra la cultura que hizo posible nuestra tragedia como humanidad, es escribir contra la deshumanización de nuestra mirada hacia el otro, es escribir contra el espacio de silencio que poco a poco puede ir dejando paso a aquellos que todavía niegan la verdad, que intentan, con su presunto intelectualismo crítico, contribuir a la posibilidad de que estos hechos se repitan. No podemos permitirlo, por eso el escritor escribe.
Una vida es un universo único lleno de posibilidades. Esas posibilidades se configuran con nuestras elecciones y nuestra mirada. La deshumanización es una cuestión de óptica y geometría emocional. Si me alejo, soy observador pasivo; si me acerco, encuentro mi papel como actor dentro del género humano. Las realidades ajenas a nosotros son aquellas de las que nos alejamos. Lo que llamamos nuestro mundo no es sino aquello a lo que nosotros hemos elegido acercarnos. Si permitimos que nuestra mirada se petrifique como la de un muro, estamos perdidos, seremos culpables de omisión de socorro, de no ser suficientemente humanos como para ver la humanidad del otro.
¿Estamos dispuestos a dejar que la realidad del otro nos toque el alma? Nuestra respuesta −la mayor parte de las veces− ha sido, es y será negativa. Debemos estar alerta porque llevamos el silencio, la distancia y la cobardía dentro de nosotros mismos. Hagamos de la acción un hábito y de la observancia pasiva una costumbre abandonada. Es nuestro seguro de humanidad.
El espectador no encontrará ni una sola respuesta definitiva en esta obra pero sí muchas preguntas y, sobre todo, una invitación a dejar de ser espectador, público. También encontrará un mundo incomprensible, no juzgable; un mundo no de vivos sino de supervivientes, como dirá el propio profesor Heyman, al que no podemos dar respuesta ni juicio.
Ese mundo se configuró tras un muro, primero el muro del ghetto y después el muro de los campos de exterminio. Pero los muros desaparecen y la verdad asoma tras ellos. Ahí ya no se puede esconder la mirada; el alma ve lo que los ojos no quieren mirar: nuestra propia culpa.
Sin embargo, sería ingenuo asumir que las palabras bastan y que conceptos como igualdad, solidaridad o tolerancia nos previenen contra la barbarie. Debemos recordar que el otro existe y que siempre es alguien que no somos nosotros, que no consideramos uno de los nuestros. Es alguien ajeno, distante a eso que denominamos nuestro mundo. Por eso me gustaría finalizar dejando patente algo obvio y sencillo: no hubo holocausto sin judíos.
El judío era el otro. Pero habrá más otros, hubo más otros e incluso quizás puedan repetirse los mismos otros. Solo una mirada empática, humana, alejada de nuestro ser silencioso, huidizo y cobarde puede prevenirnos contra los designios de la tragedia porque, entonces, nos habremos acercado lo suficiente para ver que la barbarie también se está cometiendo contra nosotros.